Nada impide reunir las hojas en otoño, 1979

Voy a contra corriente, en el intento de reunir pausadamente las hojas del otoño, asomo con timidez las manos por la ventana y una memoria que sabe que los labios no caben en una mirada y que no se reúnen sin antes haber pronunciado con los ojos miles de veces una plegaria y las voces de un te quiero.

Esta noche es de un mundo que tiene exactamente la mitad de la tierra entre sus dedos. Las de ella son preguntas que se retuercen en cada brillo de sus luciérnagas, como si lo nocturno tuviera las respuestas adecuadas a la historia que uno ha ido construyendo en el paso por la vida.

No preguntes, Efrén, lo que no quieras oír. No es necesario. Todo lo llevas en los huesos de esperanza, y en lo que sientes dentro de ti, alucinando desde el abordaje de aquel autobús, que llevaba las miradas de un cuadro maniatado en la esperanza. Una falda y un chaleco de un color de tierra. La mirada fija en el camino. Pero tú, a esa mitad de lirio la dibujaste desde entonces. Ibas absorto escuchando los Recuerdos de Alhambra cuando se llenó tu mundo. Ya la mañana fue diferente, y en tu mochila cargaste con todos los sueños del adolescente. Tus pies, un poco muertos esa mañana, comenzaron a cantar, delicadamente, amorosamente, golpeando los retazos de una vendimia que no sabías que existiera.

¿Qué sabemos de los hombres? Primera pregunta en la clase, tu maestra de Biología se fue quedando sola en el fondo del aula, porque ya no la buscaste para hacerla tu cómplice, y la luna matutina entró en una parálisis interna, no fue entonces extraño que cerraras las ojos para dormir a las siete de la mañana: no había violencia, sólo la cándida sonrisa de un cuadro que sabías se repetiría cada vez que partiera de casa a intentar aprender de los libros cuando empezabas a conocer la verdad de la vida, irrepetible y única: el amor.

No despertaste. De tu cuaderno y sus renglones torcidos, los ojos eran viajeros, en un tiempo de vacaciones indeclinables. Las ciudades de tu tierra eran diferentes, los suicidios eran administrativos y la violencia era exactamente menos que un número. ¿Te acuerdas? Cantabas con Joselito, y cada canción que escuchabas era una limosna de unos labios que se volvían testamento de fe. La estabas viendo hacia adentro y hacia afuera. Tú no lo recuerdas, Catalina, porque no estabas enterada de que te estaba queriendo, te veía dentro de los duraznos y en cada pastel de chocolate. Y cómo decirlo, si desde entonces estaba sosteniendo la partitura de una canción que comenzaba a sonar en el azúcar distraída de un café que me obligaba a tomar cada mañana.

La buscaste en los tic´s parpadeantes de los trazos de escritura en un cuerpo sin forma, no había huesos, no había piel, sólo ojos que eran un abrazo, no sabías de caderas o de vientres, únicamente pensabas en la estación siguiente, donde se confunden los labios, las sonrisas y el tiempo. Sus ojos, sus labios de niña pequeñita, y tu corazón tan pesado como el agua contenida de los primeros años de ausencia. Entrevolaba la alegría.

Querías decirle “estoy a tu lado” y de tanto mirarla en el frío de las mañanas tu corazón se desgajaba. Se hacía anónimo en los deshielos, y en los besos que suspiro a suspiro dejaron de ser una mirada ciega para convertirla en delirio infantil. Lo que ató el tiempo nunca se volvió a unir. Se quiere, se ama de una vez y para siempre. Y tuviste una memoria entablillada jugando a ser algo más que un desfile de imágenes que se deshojaban en los diarios que ocultabas en letras anónimas.

La vida te hizo en ese año un empréstito. Irías abonando con cada pedacito de vida que tuvieras. De andén en andén, de plaza en plaza. Se hizo entonces presente la soleá, ¿recuerdas? Melancólicamente amorosa. ¿Cómo estás, amor? Pregunta quieta que de repente era un morir y un vivir de repente. Si lo recuerdas, para muchos carece de importancia, porque no tuvo arreglo, no era hora de pensar sino de vivir, lo justo y lo necesario, para ir tejiendo cada vez tu propia historia. Sabías de memoria la hora en que se acercaría de nuevo a ser transeúnte de tus labios, de tus hojas, de la arena que recogías para construir a pedazos la montaña.

Es tu historia primera, así pasaron las cosas, las oquedades de las horas fueron goteando las cámaras de las horas, el vacío impide que la humedad penetre en tu muro y tus lágrimas son hilos que te defienden por el momento. Sabes que ha llegado la hora. Que tus palabras son en algún modo pregunta, que no quiere salir porque no desea saber la respuesta. El tiempo no es una queja, es el asomo a lo inútil. Ha sido tu modo de vivir. Tu modo natural de cerrar y abrir las puertas, aunque sabes que la sed es un punto y aparte de la noche que se viene. Comienzas a recordar porque claramente sabes que lo que importa está en ese tren, porque nada importa el vivir desanimado. Es una alegría el recuerdo en el espejo, una emoción pávida y terminal que germina a cada hora donde el rostro es un muro vacío.

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